martes, 21 de octubre de 2008

Cuentos

Luego de siete años de publicar mi primer y único libro de cuentos, Siete Pecados Dolorenses, basado en los pecados capitales, elegí los que más me gustaron (de un total de veintiuno) y decidí reescribirlos y subirlos al blog. Me atrapó la idea luego del consejo de un sobrino y me pareció la mejor ocasión para pulirlos, mejorarlos, darles un toquecito de redacción y gramática de los que carecía en el 2001. Aquella vez se trató de una experiencia riquisima, que permitió mi nacimiento a ese mundo tan apasionante que significa contar historias y hacerlas conocer.
Va entonces una muestra de mi inconciencia narrativa para gozo o desdicha de ustedes.

La Soberbia

La desdicha de ser inmortal

Después de dos o tres muertes recién pudo comprobar que su vida orgánica sería una repetición milagrosa a lo largo de la historia. Y tenía la particularidad de que esa repentina resurrección ocurría tras varias generaciones, no muchas, convirtiéndolo, no sólo en un nuevo protagonista del contexto al que arribaba, sino en un hombre del que nadie oyó hablar anteriormente. Era como que nacía de nuevo, transformando ese anonimato en la mejor garantía de no quedar al descubierto y aumentando, en forma desproporcionada, su desmesura de creerse invencible.
Los que han intentado reconstruir el cuándo apareció Rómulo Libaak en el Valle de Traslasierra se remontan a los albores de la fundación de Villa Dolores, allá por 1853, cuando aún las luchas institucionales parecían no tener fin. Teniendo como objetivo derribar la hegemonía de los terratenientes españoles (y su descendencia), creídos dueños del extensísimo valle, Libaak supo alistarse como voluntario en filas federales. Su figura altanera, de una suficiencia poco común, sobresalía nítidamente de entre el resto de la tropa y llamaba la atención que después de cruentos enfrentamientos, su cuerpo parecía, en principio, inmune a cualquier tipo de rasguño. Era como cicatrizarse en forma permanente.
La batalla de Villa Dolores, en el otoño de 1863, fue extremadamente cruel. Las facciones parecían ignorar que existía una ley fundamental que, en la letra, les otorgaba a las provincias su ansiada autonomía. Pero en el oeste cordobés, los caudillos y sus montoneras, al servicio de la causa federal, hacían estragos las ilusiones de los capataces por tratar de aferrarse a sus posesiones mal habidas manejadas desde el Río de la Plata a través de sus testaferros.
De esa guerra, unas de las más decisivas del valle serrano, participó activamente Rómulo Libaak, quién, ignorando las misteriosas transgresiones de su cuerpo a los límites de la condición humana, inscribió su nombre en la historia dolorense con marcado heroísmo. Su único fin era el de echar a patadas la soberbia española de estas fructíferas tierras. Claro que, luego de transcurrido más de un siglo, las miles de hectáreas jamás fueron socializadas y siguen a cargo de un reducido grupo de familias del oeste cordobés.Ese combate decisivo significó el eterno comienzo de unas ráfagas de muerte en la vida de Rómulo Libaak. Porque según el relato del testigo ocular Florencio Sánchez, jefe del escuadrón criollo, Libaak recibió un mortífero disparo de fusil en su corazón y, dadas sus épicas intervenciones, fue enterrado en el cementerio dolorense con todos los honores.Aún así, Rómulo seguía sin asimilar que la ansiada eternidad es una prerrogativa del alma y no del frágil y limitado cuerpo humano. Luego de que una feroz epidemia de fiebre tifoidea, en las postrimerías del nuevo siglo, consumiera una porción importante de vecinos (incluida la suya), Rómulo Libaak, protagonista de otra etapa en la historia de Traslasierra, comenzó a intuir con ínfulas de elegido que su vida (¿su vida?) semejaba a miles de vagones de un tren en una ciudad que crecía vertiginosamente por el paso del ferrocarril y la importancia de su centro comercial.
Rómulo Libaak fue también protagonista de la aparición y consolidación del peronismo a lo largo y ancho de la Argentina, en los años ´40 y ´50, mientras abrazaba con pasión la causa justicialista como delegado municipal. Eran épocas de mucho desencuentro político, trasuntado en las primeras pulseadas entre militantes del general Perón y feligreses católicos, luego de la quema de iglesias y la obligatoriedad de la enseñanza laica en las escuelas.
Esa tirantez, reflejada en los hombres apostados en el edificio del templo parroquial dolorense en resguardo de la amenaza peronista, lo encontró a Libaak como testigo histórico. Desde bien arriba de su ego miraba con displicencia la frágil humanidad del resto, y en lugar de cuestionarse porqué justamente él debía ser el encargado de cargar encima ese misterioso e incomprensible don de no morirse nunca, trataba de saborear con creces cada momento que la historia le reservaba como protagonista. Y éste era uno de ellos. Por eso, sin pensarlo demasiado, y reconociendo que su inmortalidad estaba a la vuelta de la esquina, se preparó para la lucha sin cuartel contra esos creyentes dolorenses que se obstinaban en desconocer la causa peronista. Y en su loca arremetida contra el templo parroquial, abrazando un par de antorchas y combustible, no se dio cuenta de que el certero impacto de una bala (otra vez un insignificante proyectil) le destrozó su pecho y que, en lugar de sangre, como es natural, parecía brotarle más entusiasmo por vivir. Como si en lugar de matarlo, le hubiese inyectado un manantial de historias pasadas y futuras, que en reemplazo del clásico desgarramiento humano porque la muerte le tocaba la puerta, habitara en él una descomunal savia de vida. A Rómulo Libaak, aún sabiendo que se moría, lo tranquilizaba la certeza de que, como el General, seguiría viviendo para siempre.
Y tan acertadas fueron sus premoniciones que diecisiete años después, en un lluvioso mes de noviembre de 1972, volvieron a trabajar juntos por la causa de los trabajadores. Un eterno dolorense disimulaba su presencia junto al gremialista José Rucci, quién, con altanería, evitaba con su paraguas que Juan Perón se mojara a su regreso del exilio español. "El peronismo es una criatura del General. Yo soy su embrión”, se jactaba Libaak.
Pero a pesar de sentirse feliz por sus celos a la causa justicialista, luego de años de ostracismo y persecuciones, Rómulo Libaak comenzó a despedir síntomas de abatimiento. No se trataba del desgaste físico por el transcurrir del tiempo, ni de la vejez orgánica que imprime la naturaleza. Muy por el contrario, comenzó a entender que una vida con un futuro permanente, de un eterno presente, implacable y reproducida sin su consentimiento, significaba la agonía más atroz. Que aún esforzándose por darle a su inmortalidad un sesgo protagónico que tantas veces le sirvió para aumentar su arrogancia, se percató, con una tristeza diáfana, que estaba solo. Que el devenir de los acontecimientos futuros no se desprendería jamás de él. Y esa, casualmente, era su celda. Sin familia, sin una mujer, sin amigos permanentes, y con la terrible ausencia de los sueños, las sanas utopías de todos los dolorenses.
En los años posteriores a su reconocimiento de hombre inmortal, mientras las hojas de los almanaques se consumían como el verdor en pleno otoño, Rómulo Libaak cargó sobre sus espaldas ese misterioso hartazgo, consciente de no saber a dónde carajos iba. Y los futuros de los futuros lo encontraron penando sin una maldita mierda que hacer. Quizás, lo peor de todo, aquello extremadamente cruel, haya sido su irrefrenable necesidad de morirse y que, en Rómulo Libaak, nunca llegó a consumarse.

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